Hay algo impreciso, o por lo menos brumoso, en el afiebrado relato "El combate de la tapera". Cata no obedece las órdenes del sargento Sanabria. Cata se mete entre los pastizales. Cata rodea el semicírculo de fuego. Cata toma por sorpresa al capitán portugo. No duda. Le corta el cuello. Ese acto de venganza, que es también sacrificio, provoca una estampida, una disrupción, posiblemente el final de la contienda, con los cuerpos de Cata y Sanabria formando una sangrienta cruz en una hipnótica pesadilla patriótica. 

¿Hay más sobrevivientes, además de los cuervos negros, de los perros que llevan horas huyendo del tiroteo y no logran escapar, de los caballos enloquecidos? ¿Quién cuenta la historia? ¿Los cuervos? ¿Los perros? ¿Los traidores? ¿Los vencedores vencidos?

La tierra es la que habla en las páginas escritas por Eduardo Acevedo Díaz. Es la verdadera protagonista. La tierra reseca. La tierra manchada de sangre libertaria.

La tierra es la que habla en muchas otras historias que se suceden desde el principio de los tiempos, que de algún modo son recurrentes y que no deben ser olvidadas.

La tierra, cuando habla, como habló en la aparición del cuerpo del militante comunista Eduardo Bleier, es la que hace que algunas historias dejen de ser imprecisas, que la bruma escampe, que las mentiras y los ocultamientos se vuelvan eternamente imperdonables, y que las capas y capas de cobardía, de retórica inútil, de palabrerío de vulgares fachos machos, de complicidades oscuras, quede expuesta como si fuese sacudida por el cuchillo justiciero de Cata.

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